viernes, 22 de junio de 2012

POR MAR... Y POR TIERRA



Hola de nuevo, guapísimos todos, que es que sois más majos... Por fin, tras siete días explorando esos mundos del Señor, he vuelto a la civilización y a Internet.
Para empezar, comentar que, para aquellos que se intranquilizaron mínimamente ante mis palabras de añoranza y desconsuelo, tengo una buena noticia: ya estoy fino. Tranquilo. Era de suponer, pero perder de repente todos tus asideros afectivos, pues la verdad, fácil no es de asimilar. Pero el cerebro es plástico y listo (incluso el mío), así que ya se ha acostumbrado a esta nueva situación y estos días, por fin, atravesando las profundidades de Alaska, he podido sentir (lo que es sentir) la fortuna y el privilegio de poder hacer lo que estoy haciendo.
A lo nuestro. Este de la foto es mi CARRAZO, un Dodge americano 100% de cambio automático que me ha llevado cienes y cienes de kms. a través de este mundo verde, gris y blanco como a un rey. Gracias a mi compadre Pablo, el californiano, quien me derivó a su amigo Burt, el dueño de un negocio de alquiler de coches al que no creo que le dure mucho, viendo sus maneras de manejar el negocio. Para devolverle el coche he tenido que ir 4 veces, ya que nunca estaba y se limitaba a poner un cartelito en la puerta avisando de que había ido a limpiar algún auto. Me ha recordado al bar Nuri, cuando lo dirigía junto a mi socio Chacón. En fin, pura entrega al trabajo.
La primera parte de la semana motorizada la dediqué a recorrer la península Kenai, situada al sur de Anchorage. No me voy a molestar en describir los paisajes, porque la verdad es que no sabría. La cuestión es que se trata de unas proporciones descomunales a las que no estamos acostumbrados por allí y el alucine es, de nuevo, constante. No sé, mirad las fotos, aunque la verdad es que no hacen justicia.
Whittier es un desastroso minipueblo anclado en una bahía espectacular, con algún glaciar que se desparrama desde las nevadas montañas que la rodean. Lo curioso del pueblo es que, envuelto en toda esa maravilla, sus habitantes no se han molestado en generar artificialmente más belleza, así que curiosamente viven todos almacenados en un horrendo edificio tipo Bellvitge, como si se protegieran de algo. De este pueblo parten algunos cruceros que recorren los fiordos de la vecina Bahía Blackstone, la cual las guías aconsejan no perderse, y menos mal que hice caso. Tampoco es que hubiera visto muchos glaciares en mi vida, pero los tres que se visitan en las 5 horas de travesía vienen a morir directamente al mar y esa visión, realmente, es impactante. Y además, acompañando al paisaje, pues lo típico: focas, leones marinos, nutrias de mar, osos andando por ahí enfrente y ciento y un mil pájaros sin nombre para mí.
Dormí dos noches en una especie de camping gratuito en el que la única tienda era la mía. Estos americanos se mueven por centenares en unas caravanas ultra preparadas y a las que seguramente el Bicho debería echar un ojo (Pepe, dile que me escriba).
Después, más al Sur, llegué a Seward y más de lo mismo. Este inmenso océano entrando a bocajarro en una tierra que intenta frenarlo con unas montañas que, por su altitud, más bien parecen nevados diques de contención. Y de allí, al glaciar Exit, éste sí, colgado en lo alto de la montaña y al que se llega después de una maravilla de caminata de dos horas.
Y ahora, otro post del Denali.
Aios.  

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